Hola!
Es ese día del mes en que presto un espacio en este humilde blog a una persona para publicar y compartir con ustedes algún texto de su creación... creo que para este punto ya saben de que trata esta sección, así que mejor los dejo con la historia por que es un poco larga, para una entrada claro.
Relato
Cuando era niño, pocas cosas gustábanme tanto como aplastar ranas en los pastizales contritos de los terrenos baldíos de mi pobre barrio. Me entusiasmaba tanto, incluso entonces, ver aquellas repugnantes criaturas dando horrorizados saltos en busca de huida, y sentirlas morir crujiendo espantadas, bajo la pisada caprichosa de un ser por mucho superior a ellas: travieso, inexorable y mortal, como un Dios chiquito jugando a matar. Podían no hacer nada más que croar suplicantes, mientras mi convulsa risa chillona se pronunciaba alta entre el estruendoso trajín de la hecatombe de mi diversión. Solo hasta ahora parece ridículo, años más tarde, recordar, en el sorpresivo devenir de una inoportuna ironía; aquellos juegos pueriles, bajo el pisotón implacable del destino.
Mi mejor amigo se llamaba Marquitos. Lo recuerdo porque en ese entonces le decíamos “Mantequilla”, era tan tonto a causa de un trastorno psicomotriz y un nacimiento prematuro, que cualquier torpeza suya nos partía de risa, y Marquitos como siempre, como intentando proyectar fuera de él la humillación, se conformaba, tan lastimero como podía, con reírse mansamente de sí mismo, en su humilde resignación habitual. Él se había mudado hace un par de años atrás de aquellos tiempos; sus padres habían muerto en un mismo mes, según supe escuchando los parloteos de las viejas chismosas del barrio: uno, a causa de una diarrea mal cuidada y el otro, por un apéndice que se reventó; aunque nunca supieron, los chismorreos del arrabal, atribuir correctamente la muerte correspondida a cada uno, no me interesaba saberlo. Por lo tanto, él y sus tres hermanos fueron puestos a disposición de sus familiares más cercanos, como es común. Los más pequeños en una provincia al poniente del país con su tío “El Terrateniente”, su hermana –la mayor–, fue enviada a la capital a concluir sus estudios medios; y Mantequilla… Con él no hubo más opción que mandarlo con la única tía disponible que le quedaba. Desgraciadamente, la más pobre y enferma de todos sus posibles tutores.
Entre lo permitido por nuestra rebeldía infantil y el aburrimiento, Mantequilla y yo creamos una pequeña pandilla, por más diversión que infamia. Conformando un escuadrón de traviesos chiquillos junto a Rafael “La Pelota”; Daniel “El Visco” y Dolores Arturo a quien llamábamos tal cual. Empecinados en volver locas a las señoras rechonchas del arrabal; a quienes escondíamos la ropa de los tendederos o les rompíamos las macetas de barro arrojándoles piedras, y a las ventanas de los balcones y arrancábamos las flores de sus jardines para emprender la fuga entre carcajadas y berridos. Eran días gloriosos y estivales, reinaba la alegría en nuestros corazoncitos de niños que solo necesitaban de sus amigos para ser felices a pesar de las desgracias. Y si de cuando en vez recibía duros garrotazos de mi madre no importaba, volvería al día siguiente a las andanzas, correteando y gritando detrás de una hazaña que le sacara de quicio. Por mi parte, prefería llamar la atención general del barrio, soñaba con hacerme un nombre como el niño más audaz de los lares, aquel incorregible que a plenitud, ensuciábase jugando con el barro de la felicidad que aquellos adultos ya habían perdido.
Papá, por llamarlo así, era “el carpintero” de los alrededores; no era siquiera bueno, pero era el único que había. Su oficio y nada más, daba para poner pan y sopa en nuestra mesa. Se esperaba de mí aprender su técnica para relevar al viejo en sus labores cuando la artritis finalmente le destrozara las manos y la miopía le impidiese la vista. Pero en ese entonces mi preocupación era jugar con mi pandilla y tampoco quería soportar el sofocante tallercito improvisado en la cocina, trabajando forzosamente entre el aserrín abultado del piso y los platos sucios sobre la mesa y el polvo; por todo lo demás –pensaba yo–, para remplazarle estaba Juan Carlos, mi hermano el grande, cual todavía era mucho peor labrando madera que el viejo. En nuestra casita de ladrillos y ocre barro, se erguía pobremente una bardita de piedra calada a su alrededor. Por dentro, las seis gallinas que mi madre alimentaba habitualmente, con masa y granos, apenas daban huevos poquitas veces al año y cuando lo hacían, eran tan pequeños como de codornices, que cinco de ellos no podrían alimentar más que a una sola persona; se había decidido, por tanto, intercambiarlas por algunas ropas viejas para mi hermano y para mí; ropas que a la primera oportunidad, con la infantil ingratitud de mis descuidadas brusquedades, desgarré trepando entre los árboles y al revolcarme sobre la terracería jugando con mis compañeros de diabluras. Recuerdo, ahora triste, el llanto amargo que mi madre sufrió una noche entera, remendando mis ropas ajadas para que yo pudiera ir vestidito en las calles del pueblo. Casi siempre el calor en mi casita era insoportable, su techito de lámina irradiaba intensamente con abyecta incandescencia, volviendo un horno el lugar entero, especialmente, aquellas tardes donde el serrucho incansable de papá lo hacía empapar de sudor sus ropajes, dejándolo rendido, desfalleciendo y con callos abiertos en las manos, hasta que un día, en el medio de su insufrible labor, lo fulminó un infarto. Nunca le pude llorar.
Para el año siguiente ya había dejado la escuela, a falta de recursos. Pasaba largos ratos con Marquitos y Dolores Arturo en la plaza del pueblo, dando puntapiés a los talones de los transeúntes para hacerlos trastabillar y pidiendo dinero a otros menos desafortunados. Robábamos dulces de los mercados de pulgas y cualquier otro objeto que a al alcance de nuestras manos, los distraídos dependientes, no fuesen capaces de salvar; jugábamos entonces, ya alejados de su vigía, a vender nuestros recién adquiridos bienes por moneditas que repartíamos por igual. A finales de un agosto agravó Consuelo, –la tía de Mantequilla¬–. A causa de la tisis quedó loca en cama y murió de fiebre cuatro días después, con los ojos tan blancos como huevos cocidos y una cara enmudecida de indecible espanto. Pensamos todos, entonces, en el destino del pobre lelo. Se daba por hecho que sería llevado a la capital junto con su hermana Patricia o a las Villas con el coronel Arturo y los menores, pero no fue así. Le habían abandonado por completo y nadie acudió a su rescate, ni siquiera cuando a falta de un testamento le requisaron la casita de su difunta tía y le dejaron en la calle como a un perro sin dueño y detestado. Jamás les culpe, después de todo, quién en sano juicio quisiera cargar sobre sus hombros la angustiosa responsabilidad de cuidar a un chiquillo tan tonto y enfermizo como lo era Mantequilla. Por todo lo demás él era feliz, o al menos, esa impresión me daba cuando no se le veía llorando desconsolado a causa del hambre y del miedo a estar solo.
Veía, al pasar el tiempo, cada vez con menor frecuencia a La Pelota y al Visco. Se decía que en sus casas –también humildes–, les habían prohibido hacer amistad con Dolores Arturo y conmigo, por ser él mayor y peor influencia incluso mía. A decir verdad, a pesar de haber seguido estudiando en la escuelita local, ellos eran tan malcriados como cualquier otro miembro de la pandilla, que ciertamente, había aumentado en número los últimos años. Ya no solo les robábamos a las viejas por diversión, frecuentemente, era también por necesidad.
Una tarde al sol poniente, en el otoño de la víspera de mi temprana juventud, maté a un hombre. Le ahorqué con un cinturón de cuero marrón enmohecido, con tanta rabia que mis manos temblorosas se abrasaron hasta sangrar. Se trataba de Rafa, “La Pelota”. El gordo inmundo había acusado a tres colegas por el robo de un collar de oro y siete alhajitas de plata, entre ellos, a Dolores. Jamás pude perdonarle aquella cobardía, después de todo, habíamos sido amigos cuando éramos pequeños y su traición me ensombreció tristemente hasta el día de hoy. No se supo nunca quién fue, se sospecharon teorías diversas que apuntaban a uno y a otro miembro de mi banda, ya entonces crecida. Incluso su madre, aquella misma noche de hallado el cuerpo en el monte, golpeó la puerta de cada casa donde vivían mis compañeros de pillaje –incluyendo la mía–, exigiendo a gritos ahogados entre el gigantesco llanto y el ardiente dolor que le destrozaba por dentro, como el que solo una madre puede sufrir en tan malditos casos; que por favor, le devolviéramos a su hijo. La policía no hizo preguntas, por todo lo demás, ¿A quién podría importarle que hallasen muerto a un estudiante pobre en un pueblo inmundo como el mío? Preferí no hablar de ello, ni siquiera con los amigos que aún me quedaban en el mundo.
Mamá envejeció deprisa. Lo noté apenas, una vez mientras ella fregaba los pisos de nuestra casucha. Cuando clavé la mirada fija en sus ojos marchitos y sus huesudos pómulos. Le miré las manos arrugadas y las comparé con el último recuerdo que tenía de ellas, al erguirse suspirando de cansancio comprobé lo temido, habíasele desarrollado sobre su flacucha figura una joroba. Me asustó no haberme dado cuenta de ella antes. Cómo la pobreza y cómo la angustia del hambre le habían comido la vida, sus energías y lo bonita que había sido. Las canas enmarañadas de su cabeza atestiguaban el duro acontecer de los años, la pérdida de mi padre, sin duda, había contribuido enormemente a la decrépita degradación de su cuerpo, y su pronta ceguera era casi inminente para esa mirada grisácea de cataratas. Casi parecía como si hubiese enviudado de sus ganas de seguir viviendo. “Mamá envejeció deprisa, mamá envejeció deprisa…”, sentencié con amargura en repetidas ocasiones, abrumado, a lo largo de aquel doloroso día, hasta que de pronto, aliviado, dejó de importarme.
Juan Carlos, heredó de papá la incapacidad para trabajar madera, por tanto, tras cortarse accidentalmente la cabeza de su dedo índice izquierdo con un serrucho, vendió como pudo, por una miseria, las herramientas del tallercito de carpintería. Procuró entonces conseguir dos trabajos, aunque muy mal pagados; ya casi nunca se le veía en casa, a causa de las extensas jornadas que se le imponían injustamente, pues se abusaba de él sabiendo su necesidad. Con el dinero que obtenía de su explotado empleo en un huerto a la salida del pueblo y en una granja de cochinos, aledaño a cinco kilómetros del primero, apenas alcanzaba para mantenerse a sí mismo, a mi madre y a mí. Como es natural, a la primera oportunidad me golpeaba tan duro como no lo hizo nunca antes nadie, alegaba con tanto coraje y desprecio, que de no ser por él, nos hubiésemos hundido aún más en la miseria y que por lo tanto yo, solo era un parásito en las vidas de la familia. Tenía razón. Procurarme un empleo no estaba en los planes de mi vida temprana y tampoco lo estuvo tras morirse mamá, ni cuando prohibió permitirme vivir en la casa donde ambos habíamos nacido y crecido juntos. No volvimos a cruzar palabra, ni cuando por casualidad, nos encontrábamos en cualquier lugar del pueblo o en alguna cantina. Lo curioso era, que a pesar de ser el único beneficiario de su trabajo, parecía haber caído más profundo en la pobreza de antes; su reciente adicción a la bebida y al juego, rápidamente le cambiaron. Tiempo después perdió la casa, debido a un mal negocio del que nunca supe gran cosa, con el poco dinero que le quedó, se marchó del pueblo y nunca más supe de él otra vez.
Yo me instalé con Mantequilla, por caprichos de la suerte, junto a Jorge y Sergio, dos bandidos de segunda que nos habían acogido en una vieja casa a las afueras del pueblo y donde pagábamos pensión. Sin embargo, el moho y el polvo de la pocilga hacían de la vieja estructura un lugar inhabitable y de insufrible desagrado. No obstante, aún más inaguantable era Marcos, quien nunca, desde la muerte de su tía, había dejado de hablar cada día de lo maravillosa que sería su vida cuando El Terrateniente viniese por fin a llevarlo a sus Villas hacendadas y lo hermoso que sería montar a caballo por los prados de aquel verde paraíso imaginario. Otras veces el delirio cambiaba de contexto y parloteaba a viva voz –de inocultable retraso mental– de aquellos coches lujosos en donde pasearía con su hermana en las tardes, entre los altísimos edificios de la capital que apenas si era capaz de recordar, cómo eran, según le habían contado sus padres cuando niño. Era descorazonador para mí; su enfermedad aunada al hambre y al abandono, habíanle trastornado mucho más su mentecilla todavía de infantil. Yo le comprendía, pues le conocí desde pequeño el sufrimiento y el horror de su desgracia; sin embargo a Jorge y a Sergio los volvía locos con sus parloteos incesantes y sus fantasías estúpidas. Al principio intentaba impedir que le golpeasen para acallarlo, al cabo del tiempo, nunca supe a partir de qué momento, prescindí de todo y lo apabullaba con más violentas golpizas de las que recibía de los otros dos habitantes del cuarto en un inicio: primero, con la intensión de hacerlo callar; después, por mera costumbre y desahogo de mi miserable existencia.
Una madrugada Mantequilla despertó gritando. Se agitaba con violencia salvaje, como un perro rabioso, enloquecido, tirando de sus pelos con tanta fuerza que a puños los desprendía de su cabeza. Balbuceaba inentendibles frases desarticuladas y horrendas, como si su mente, en un lapso de sueño, hubiese terminado por reventar, reduciendo hasta las cenizas su poco cerebro, en el ardor de la incontenible fiebre que parecía estarlo matando. El suplicio de intolerables minutos, entre gritos descomunales, al calor de la noche, alargaba a horas la sensación de lo vivido. La desesperación y el hambre, el cansancio y la inexperiencia hicieron de nosotros tres, los seres menos indicados en el mundo para remansar a Marcos. – ¡CÁLLALO, CÁLLALO! O voy a ser yo quien le cierre la puta boca por siempre. Me gritó turbado uno de los despreciables bandidos, que sin dejar de rondar desesperado por el mugriento cuartucho, a oscuras, daba la impresión de ser una voraz fiera endiablada merodeando sobre su moribunda víctima antes de atacar.
Su secuaz y yo, en medio del nervioso pánico y de la histérica desesperación de cuales éramos presas, nos arrojamos a sostener inútilmente los brazos del enfermo mental; con tal fuerza, fue capaz de arrojarnos al suelo, quien inconsciente de sí y de su propia locura, continuaba gritando en brutal desenfreno. Mis aterrorizadas manos temblaban, pero logré lanzar al que alguna vez fue mi amigo a un lado del mugroso colchón de donde había despertado una escena de pesadilla. Apreté con mis dedos, hasta el límite de mis fuerzas, enterrando las uñas en sus sanguinolentas mejillas, más por causarle dolor que para calmarle. Mis gritos se fundieron con los suyos, mis puños cayeron implacables en su durísima cara, abriendo la piel y la carne cada vez que con inexorable odio le golpeaba; a mi esfuerzo por callar al desquiciado se unieron los dos canallas que habían observado entusiasmados, al ver que funcionaba, mi imperdonable maquinación. Con la sacudida excitación de la adrenalina de aquel ruin momento, unieron los cobardes, sus desgraciados abusos a los míos, en una tortuosa brutalidad tan cruda como abominable y repulsiva. Los gritos y delirios de Marquitos, después de largos minutos que parecían interminables, de súbito, se apagaron, entre el clamor del sufrimiento, del horror y del dolor, y con ellos, para siempre… Su vida.
A la luz del pálido resplandor de la luna que entraba tímida por la ventana, como espantada y consciente del infame crimen que terminó por cometer nuestra contagiada locura, se divisó entre la penumbra, un descarnado cuerpo, ultrajado por puñaladas y violentado hasta donde tres hombres viles son capaces, antes de desvanecerse por el cansancio físico del extenuante esfuerzo que requiere el sádico asesinato a golpes de un hombre. Los chorros de la maloliente sangre que mancillaron nuestras manos, ahogaban el decadente piso de madera de la habitación y el sabor de la desgracia quedaba impregnado de herrumbre en nuestros paladares y bocas secas. Mis oídos comenzaron aturdidos a zumbar y un escalofrío de muerte recorrió por mi sudada espalda. – ¡Maté a Marquitos, maté a Marquitos!, dije con ansiedad enervada, en la angustia de la sorpresa de quien despierta de un maniático trance. Quise entonces revolcarme, llorar, besar el desfigurado rostro ensangrentado de aquel que una vez fue un triste niño que yo había jurado proteger con mi amistad en medio de las crueles desgracias de su infortunio, pero no pude, nada de mí salió a pesar mío; sentí el hueco de la ausencia de una emoción que provocara en mí un retorcido arrepentimiento inmediato por la fatalidad de mi infamia, de la falta a mi juramento de ser el hermano que nunca le abandonaría, de haber matado a quien nunca quiso separarse de mí jamás y a quien el destino conspiró para atraerlo a mi fatídica maldad.
En la serenidad de la ingrávida calma que viene detrás de una terrible tormenta, un hombre hundió en sangre ajena sus rodillas y se echó a llorar miserablemente; tratose de Sergio, quien condicionado por el asco repentino que sintió de sí mismo, se santiguó incontables veces frente su causado difunto rogándole a Dios que le perdonara. Nada más verle me hizo odiar el cínico descaro con que los hombres esterilizan su consciencia en el mortecino fuego de la hipócrita indignación de sus actos. Jorge, en cambio, mientras yo estaba inmóvil, plantado de pie junto al horrible finado y al reconvertido religioso, había salido huyendo fuera de la pocilga sin que nadie lo hubiese advertido, hasta ahora. Un terrible miedo me atravesó cada nervio, ¿Sería acaso que alguien, al exterior del recinto nocturno, hubiese atestiguado los inconfundibles gritos de nuestra víctima y sus asesinos? ¿A dónde habíase largado Jorge, que sin pensarlo dos veces, abandonó la habitación? ¿Sería capaz de delatarse Sergio, por arrepentimiento, y arrastrarnos al presidio junto a él? Tantas preguntas sacudieron mi cabeza al mismo tiempo, no podía tomar ningún riesgo en aquel momento y debía pensar rápido a pocas horas del amanecer…
(INCONCLUSO).
Mi mejor amigo se llamaba Marquitos. Lo recuerdo porque en ese entonces le decíamos “Mantequilla”, era tan tonto a causa de un trastorno psicomotriz y un nacimiento prematuro, que cualquier torpeza suya nos partía de risa, y Marquitos como siempre, como intentando proyectar fuera de él la humillación, se conformaba, tan lastimero como podía, con reírse mansamente de sí mismo, en su humilde resignación habitual. Él se había mudado hace un par de años atrás de aquellos tiempos; sus padres habían muerto en un mismo mes, según supe escuchando los parloteos de las viejas chismosas del barrio: uno, a causa de una diarrea mal cuidada y el otro, por un apéndice que se reventó; aunque nunca supieron, los chismorreos del arrabal, atribuir correctamente la muerte correspondida a cada uno, no me interesaba saberlo. Por lo tanto, él y sus tres hermanos fueron puestos a disposición de sus familiares más cercanos, como es común. Los más pequeños en una provincia al poniente del país con su tío “El Terrateniente”, su hermana –la mayor–, fue enviada a la capital a concluir sus estudios medios; y Mantequilla… Con él no hubo más opción que mandarlo con la única tía disponible que le quedaba. Desgraciadamente, la más pobre y enferma de todos sus posibles tutores.
Entre lo permitido por nuestra rebeldía infantil y el aburrimiento, Mantequilla y yo creamos una pequeña pandilla, por más diversión que infamia. Conformando un escuadrón de traviesos chiquillos junto a Rafael “La Pelota”; Daniel “El Visco” y Dolores Arturo a quien llamábamos tal cual. Empecinados en volver locas a las señoras rechonchas del arrabal; a quienes escondíamos la ropa de los tendederos o les rompíamos las macetas de barro arrojándoles piedras, y a las ventanas de los balcones y arrancábamos las flores de sus jardines para emprender la fuga entre carcajadas y berridos. Eran días gloriosos y estivales, reinaba la alegría en nuestros corazoncitos de niños que solo necesitaban de sus amigos para ser felices a pesar de las desgracias. Y si de cuando en vez recibía duros garrotazos de mi madre no importaba, volvería al día siguiente a las andanzas, correteando y gritando detrás de una hazaña que le sacara de quicio. Por mi parte, prefería llamar la atención general del barrio, soñaba con hacerme un nombre como el niño más audaz de los lares, aquel incorregible que a plenitud, ensuciábase jugando con el barro de la felicidad que aquellos adultos ya habían perdido.
Papá, por llamarlo así, era “el carpintero” de los alrededores; no era siquiera bueno, pero era el único que había. Su oficio y nada más, daba para poner pan y sopa en nuestra mesa. Se esperaba de mí aprender su técnica para relevar al viejo en sus labores cuando la artritis finalmente le destrozara las manos y la miopía le impidiese la vista. Pero en ese entonces mi preocupación era jugar con mi pandilla y tampoco quería soportar el sofocante tallercito improvisado en la cocina, trabajando forzosamente entre el aserrín abultado del piso y los platos sucios sobre la mesa y el polvo; por todo lo demás –pensaba yo–, para remplazarle estaba Juan Carlos, mi hermano el grande, cual todavía era mucho peor labrando madera que el viejo. En nuestra casita de ladrillos y ocre barro, se erguía pobremente una bardita de piedra calada a su alrededor. Por dentro, las seis gallinas que mi madre alimentaba habitualmente, con masa y granos, apenas daban huevos poquitas veces al año y cuando lo hacían, eran tan pequeños como de codornices, que cinco de ellos no podrían alimentar más que a una sola persona; se había decidido, por tanto, intercambiarlas por algunas ropas viejas para mi hermano y para mí; ropas que a la primera oportunidad, con la infantil ingratitud de mis descuidadas brusquedades, desgarré trepando entre los árboles y al revolcarme sobre la terracería jugando con mis compañeros de diabluras. Recuerdo, ahora triste, el llanto amargo que mi madre sufrió una noche entera, remendando mis ropas ajadas para que yo pudiera ir vestidito en las calles del pueblo. Casi siempre el calor en mi casita era insoportable, su techito de lámina irradiaba intensamente con abyecta incandescencia, volviendo un horno el lugar entero, especialmente, aquellas tardes donde el serrucho incansable de papá lo hacía empapar de sudor sus ropajes, dejándolo rendido, desfalleciendo y con callos abiertos en las manos, hasta que un día, en el medio de su insufrible labor, lo fulminó un infarto. Nunca le pude llorar.
Para el año siguiente ya había dejado la escuela, a falta de recursos. Pasaba largos ratos con Marquitos y Dolores Arturo en la plaza del pueblo, dando puntapiés a los talones de los transeúntes para hacerlos trastabillar y pidiendo dinero a otros menos desafortunados. Robábamos dulces de los mercados de pulgas y cualquier otro objeto que a al alcance de nuestras manos, los distraídos dependientes, no fuesen capaces de salvar; jugábamos entonces, ya alejados de su vigía, a vender nuestros recién adquiridos bienes por moneditas que repartíamos por igual. A finales de un agosto agravó Consuelo, –la tía de Mantequilla¬–. A causa de la tisis quedó loca en cama y murió de fiebre cuatro días después, con los ojos tan blancos como huevos cocidos y una cara enmudecida de indecible espanto. Pensamos todos, entonces, en el destino del pobre lelo. Se daba por hecho que sería llevado a la capital junto con su hermana Patricia o a las Villas con el coronel Arturo y los menores, pero no fue así. Le habían abandonado por completo y nadie acudió a su rescate, ni siquiera cuando a falta de un testamento le requisaron la casita de su difunta tía y le dejaron en la calle como a un perro sin dueño y detestado. Jamás les culpe, después de todo, quién en sano juicio quisiera cargar sobre sus hombros la angustiosa responsabilidad de cuidar a un chiquillo tan tonto y enfermizo como lo era Mantequilla. Por todo lo demás él era feliz, o al menos, esa impresión me daba cuando no se le veía llorando desconsolado a causa del hambre y del miedo a estar solo.
Veía, al pasar el tiempo, cada vez con menor frecuencia a La Pelota y al Visco. Se decía que en sus casas –también humildes–, les habían prohibido hacer amistad con Dolores Arturo y conmigo, por ser él mayor y peor influencia incluso mía. A decir verdad, a pesar de haber seguido estudiando en la escuelita local, ellos eran tan malcriados como cualquier otro miembro de la pandilla, que ciertamente, había aumentado en número los últimos años. Ya no solo les robábamos a las viejas por diversión, frecuentemente, era también por necesidad.
Una tarde al sol poniente, en el otoño de la víspera de mi temprana juventud, maté a un hombre. Le ahorqué con un cinturón de cuero marrón enmohecido, con tanta rabia que mis manos temblorosas se abrasaron hasta sangrar. Se trataba de Rafa, “La Pelota”. El gordo inmundo había acusado a tres colegas por el robo de un collar de oro y siete alhajitas de plata, entre ellos, a Dolores. Jamás pude perdonarle aquella cobardía, después de todo, habíamos sido amigos cuando éramos pequeños y su traición me ensombreció tristemente hasta el día de hoy. No se supo nunca quién fue, se sospecharon teorías diversas que apuntaban a uno y a otro miembro de mi banda, ya entonces crecida. Incluso su madre, aquella misma noche de hallado el cuerpo en el monte, golpeó la puerta de cada casa donde vivían mis compañeros de pillaje –incluyendo la mía–, exigiendo a gritos ahogados entre el gigantesco llanto y el ardiente dolor que le destrozaba por dentro, como el que solo una madre puede sufrir en tan malditos casos; que por favor, le devolviéramos a su hijo. La policía no hizo preguntas, por todo lo demás, ¿A quién podría importarle que hallasen muerto a un estudiante pobre en un pueblo inmundo como el mío? Preferí no hablar de ello, ni siquiera con los amigos que aún me quedaban en el mundo.
Mamá envejeció deprisa. Lo noté apenas, una vez mientras ella fregaba los pisos de nuestra casucha. Cuando clavé la mirada fija en sus ojos marchitos y sus huesudos pómulos. Le miré las manos arrugadas y las comparé con el último recuerdo que tenía de ellas, al erguirse suspirando de cansancio comprobé lo temido, habíasele desarrollado sobre su flacucha figura una joroba. Me asustó no haberme dado cuenta de ella antes. Cómo la pobreza y cómo la angustia del hambre le habían comido la vida, sus energías y lo bonita que había sido. Las canas enmarañadas de su cabeza atestiguaban el duro acontecer de los años, la pérdida de mi padre, sin duda, había contribuido enormemente a la decrépita degradación de su cuerpo, y su pronta ceguera era casi inminente para esa mirada grisácea de cataratas. Casi parecía como si hubiese enviudado de sus ganas de seguir viviendo. “Mamá envejeció deprisa, mamá envejeció deprisa…”, sentencié con amargura en repetidas ocasiones, abrumado, a lo largo de aquel doloroso día, hasta que de pronto, aliviado, dejó de importarme.
Juan Carlos, heredó de papá la incapacidad para trabajar madera, por tanto, tras cortarse accidentalmente la cabeza de su dedo índice izquierdo con un serrucho, vendió como pudo, por una miseria, las herramientas del tallercito de carpintería. Procuró entonces conseguir dos trabajos, aunque muy mal pagados; ya casi nunca se le veía en casa, a causa de las extensas jornadas que se le imponían injustamente, pues se abusaba de él sabiendo su necesidad. Con el dinero que obtenía de su explotado empleo en un huerto a la salida del pueblo y en una granja de cochinos, aledaño a cinco kilómetros del primero, apenas alcanzaba para mantenerse a sí mismo, a mi madre y a mí. Como es natural, a la primera oportunidad me golpeaba tan duro como no lo hizo nunca antes nadie, alegaba con tanto coraje y desprecio, que de no ser por él, nos hubiésemos hundido aún más en la miseria y que por lo tanto yo, solo era un parásito en las vidas de la familia. Tenía razón. Procurarme un empleo no estaba en los planes de mi vida temprana y tampoco lo estuvo tras morirse mamá, ni cuando prohibió permitirme vivir en la casa donde ambos habíamos nacido y crecido juntos. No volvimos a cruzar palabra, ni cuando por casualidad, nos encontrábamos en cualquier lugar del pueblo o en alguna cantina. Lo curioso era, que a pesar de ser el único beneficiario de su trabajo, parecía haber caído más profundo en la pobreza de antes; su reciente adicción a la bebida y al juego, rápidamente le cambiaron. Tiempo después perdió la casa, debido a un mal negocio del que nunca supe gran cosa, con el poco dinero que le quedó, se marchó del pueblo y nunca más supe de él otra vez.
Yo me instalé con Mantequilla, por caprichos de la suerte, junto a Jorge y Sergio, dos bandidos de segunda que nos habían acogido en una vieja casa a las afueras del pueblo y donde pagábamos pensión. Sin embargo, el moho y el polvo de la pocilga hacían de la vieja estructura un lugar inhabitable y de insufrible desagrado. No obstante, aún más inaguantable era Marcos, quien nunca, desde la muerte de su tía, había dejado de hablar cada día de lo maravillosa que sería su vida cuando El Terrateniente viniese por fin a llevarlo a sus Villas hacendadas y lo hermoso que sería montar a caballo por los prados de aquel verde paraíso imaginario. Otras veces el delirio cambiaba de contexto y parloteaba a viva voz –de inocultable retraso mental– de aquellos coches lujosos en donde pasearía con su hermana en las tardes, entre los altísimos edificios de la capital que apenas si era capaz de recordar, cómo eran, según le habían contado sus padres cuando niño. Era descorazonador para mí; su enfermedad aunada al hambre y al abandono, habíanle trastornado mucho más su mentecilla todavía de infantil. Yo le comprendía, pues le conocí desde pequeño el sufrimiento y el horror de su desgracia; sin embargo a Jorge y a Sergio los volvía locos con sus parloteos incesantes y sus fantasías estúpidas. Al principio intentaba impedir que le golpeasen para acallarlo, al cabo del tiempo, nunca supe a partir de qué momento, prescindí de todo y lo apabullaba con más violentas golpizas de las que recibía de los otros dos habitantes del cuarto en un inicio: primero, con la intensión de hacerlo callar; después, por mera costumbre y desahogo de mi miserable existencia.
Una madrugada Mantequilla despertó gritando. Se agitaba con violencia salvaje, como un perro rabioso, enloquecido, tirando de sus pelos con tanta fuerza que a puños los desprendía de su cabeza. Balbuceaba inentendibles frases desarticuladas y horrendas, como si su mente, en un lapso de sueño, hubiese terminado por reventar, reduciendo hasta las cenizas su poco cerebro, en el ardor de la incontenible fiebre que parecía estarlo matando. El suplicio de intolerables minutos, entre gritos descomunales, al calor de la noche, alargaba a horas la sensación de lo vivido. La desesperación y el hambre, el cansancio y la inexperiencia hicieron de nosotros tres, los seres menos indicados en el mundo para remansar a Marcos. – ¡CÁLLALO, CÁLLALO! O voy a ser yo quien le cierre la puta boca por siempre. Me gritó turbado uno de los despreciables bandidos, que sin dejar de rondar desesperado por el mugriento cuartucho, a oscuras, daba la impresión de ser una voraz fiera endiablada merodeando sobre su moribunda víctima antes de atacar.
Su secuaz y yo, en medio del nervioso pánico y de la histérica desesperación de cuales éramos presas, nos arrojamos a sostener inútilmente los brazos del enfermo mental; con tal fuerza, fue capaz de arrojarnos al suelo, quien inconsciente de sí y de su propia locura, continuaba gritando en brutal desenfreno. Mis aterrorizadas manos temblaban, pero logré lanzar al que alguna vez fue mi amigo a un lado del mugroso colchón de donde había despertado una escena de pesadilla. Apreté con mis dedos, hasta el límite de mis fuerzas, enterrando las uñas en sus sanguinolentas mejillas, más por causarle dolor que para calmarle. Mis gritos se fundieron con los suyos, mis puños cayeron implacables en su durísima cara, abriendo la piel y la carne cada vez que con inexorable odio le golpeaba; a mi esfuerzo por callar al desquiciado se unieron los dos canallas que habían observado entusiasmados, al ver que funcionaba, mi imperdonable maquinación. Con la sacudida excitación de la adrenalina de aquel ruin momento, unieron los cobardes, sus desgraciados abusos a los míos, en una tortuosa brutalidad tan cruda como abominable y repulsiva. Los gritos y delirios de Marquitos, después de largos minutos que parecían interminables, de súbito, se apagaron, entre el clamor del sufrimiento, del horror y del dolor, y con ellos, para siempre… Su vida.
A la luz del pálido resplandor de la luna que entraba tímida por la ventana, como espantada y consciente del infame crimen que terminó por cometer nuestra contagiada locura, se divisó entre la penumbra, un descarnado cuerpo, ultrajado por puñaladas y violentado hasta donde tres hombres viles son capaces, antes de desvanecerse por el cansancio físico del extenuante esfuerzo que requiere el sádico asesinato a golpes de un hombre. Los chorros de la maloliente sangre que mancillaron nuestras manos, ahogaban el decadente piso de madera de la habitación y el sabor de la desgracia quedaba impregnado de herrumbre en nuestros paladares y bocas secas. Mis oídos comenzaron aturdidos a zumbar y un escalofrío de muerte recorrió por mi sudada espalda. – ¡Maté a Marquitos, maté a Marquitos!, dije con ansiedad enervada, en la angustia de la sorpresa de quien despierta de un maniático trance. Quise entonces revolcarme, llorar, besar el desfigurado rostro ensangrentado de aquel que una vez fue un triste niño que yo había jurado proteger con mi amistad en medio de las crueles desgracias de su infortunio, pero no pude, nada de mí salió a pesar mío; sentí el hueco de la ausencia de una emoción que provocara en mí un retorcido arrepentimiento inmediato por la fatalidad de mi infamia, de la falta a mi juramento de ser el hermano que nunca le abandonaría, de haber matado a quien nunca quiso separarse de mí jamás y a quien el destino conspiró para atraerlo a mi fatídica maldad.
En la serenidad de la ingrávida calma que viene detrás de una terrible tormenta, un hombre hundió en sangre ajena sus rodillas y se echó a llorar miserablemente; tratose de Sergio, quien condicionado por el asco repentino que sintió de sí mismo, se santiguó incontables veces frente su causado difunto rogándole a Dios que le perdonara. Nada más verle me hizo odiar el cínico descaro con que los hombres esterilizan su consciencia en el mortecino fuego de la hipócrita indignación de sus actos. Jorge, en cambio, mientras yo estaba inmóvil, plantado de pie junto al horrible finado y al reconvertido religioso, había salido huyendo fuera de la pocilga sin que nadie lo hubiese advertido, hasta ahora. Un terrible miedo me atravesó cada nervio, ¿Sería acaso que alguien, al exterior del recinto nocturno, hubiese atestiguado los inconfundibles gritos de nuestra víctima y sus asesinos? ¿A dónde habíase largado Jorge, que sin pensarlo dos veces, abandonó la habitación? ¿Sería capaz de delatarse Sergio, por arrepentimiento, y arrastrarnos al presidio junto a él? Tantas preguntas sacudieron mi cabeza al mismo tiempo, no podía tomar ningún riesgo en aquel momento y debía pensar rápido a pocas horas del amanecer…
(INCONCLUSO).
Y eso fue todo, aunque no duden que la historia continua, pero ni siquiera yo se como, próximamente voy a empezar a cobrar por cuartilla publicada en el blog, jajaja, es broma, lo juro. Me gusta ayudar a las personas. No duden en dejar un comentario con su opinión, critica constructiva o reclamo, yo me encargo de que el autor se entere.
Nos leemos en la próxima entrada, un beso, bye!
Muchas gracias por tus palabras.
ResponderBorrarMe alegra que lo hayas disfrutado, espero tener la oportunidad de terminar pronto este relato
Saludos y que tengas un lindo día
Wow, la verdad esta muy largo, como menciona Miroslava es muy descriptivo, es bueno pero en un texto tan corto para su historia se pierde la trama, se te va la lectura en descripciones de momentos tan rápidos que lo único que sabes de todo el texto es: Estos son momentos de la vida de una persona que creció en un barrio tan bello que como una flor perdió vida y se marchito. Solo eso, son momentos de una vida, me gustaría leerlo en un libro, porque me gusto mucho, pero para un post de un blog si esta muy largo XD
ResponderBorrarNo me lo tomen mal, si me gusto aunque necesito mas de esto :D
Que gusto me da que lo hayas disfrutado.
BorrarConcuerdo contigo que es un texto muy largo para una entrada en un blog, pero como Nadia es muy buena amiga mía, nos pareció buena idea publicarlo para que no quede solamente en un relato escrito por ocio y otros puedan disfrutar de él.
Saludos.
Es tan crudo que atrae, me encanta. Estaré esperando cuando el autor se decida a continuar. Y no diré más porque necesito más, por favor y gracias.
ResponderBorrarHola mucho gusto, a mí me encanta que te encante jaja
BorrarEl relato está terminado, sería cuestión de que nuestra adorada Nadia quiera publicarlo, yo no digo nada porque ya me quiere cobrar derecho de publicación jaja
Puedes pasarte a ayudando a un amigo #2. Ahí hay otro texto de mi autoría. Saludos
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ResponderBorrarQue lo hayas dejado en suspenso solo me deja con un millón de dudas :(
ResponderBorrarMe gusta que en tu relato podía sentir que estaba ahí, que era casi tan miserable como ellos y como te invita hacer una introspección de tu vida. Es en historias desgarradoras como estas donde puedes desarrollar empatía por situaciones que jamás te pasan por la cabeza.
Espero leer la siguiente entrada.